
Se asomó al desvencijado ventanuco de la cocina, en busca del mejor y único compañero de sus últimos cinco años. Por el entramado de viejos tejados del Raval ambos se divisan de inmediato. Él, interrumpe su concienzudo aseo matinal al mismo tiempo que responde con un breve e imperceptible maullido a su llamada y mientras se despereza, se dirige hacia los apenas 40 metros cuadrados que comparten, retrasando remolón, el abandono de los primeros rayos de sol de esa madrugada.
Un viento tibio preñado de aromas de mar, mitiga la mezcolanza de olores a café soluble y fritanga que castigan su olfato todas las mañanas. Al cerrar la ventana, percibe como el cielo restalla en azul, aún en el angosto patio de luces de ese lóbrego callejón, Eso, y sus articulaciones, presagian un día radiante, parece que por fin, va a hacer buen tiempo.
Mientras ellos comparten la leche con madalenas en un silencio afortunado, otra vez se oye llorar a ese bebé y en algún sitio cercano vuelven a discutir en ese idioma tan extraño. Pone la radio maquinalmente, en un vano intento de evadirse de problemas ajenos y también de recuerdos propios. Aunque a decir verdad, sin saber muy bien cómo, casi todo se ha perdido ya en algún recoveco de su memoria. A veces, ni siquiera recuerda que la ha llevado a vivir en ese agujero... como ahora... Pero probablemente sea mejor no recordarlo, porque después de todo, ha descubierto que ese status de “in albis” es cómodo y da paz. Una serenidad, que incluso sin recordar el motivo, sabe ajena a ella.
Por otra parte, a esa hora temprana, los sopores del sueño aún no la han abandonado del todo y Moncho, hace intentos de acomodarse en su regazo para seguir sesteando. Le cuesta poco ceder al ¿por qué no? que asoma en su ánimo. Total, la nota de su nevera y el reloj, dicen que esa mujer tan amable del Ayuntamiento que por lo visto la ayuda y a la que ahora mismo no recuerda muy bien... aún tardará horas en llegar. Y como a Moncho, también le apetece una siestecita.
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En la parte alta de ciudad, la radio de Eva se pone en marcha a la hora prevista, aunque el sueño la haya abandonado largo rato antes. Desde la muerte de Miguel, no ha vuelto a dormir ni una sola noche de un tirón. En esas horas de vigilia le cuesta masticar la soledad nocturna y no puede dejar de darle vueltas a todo. Se levanta en la penumbra de un jueves, que se adivina claro por las rendijas de una persiana a medio echar. Casi a tientas, se mete bajo el agua caliente y benefactora de la ducha, que se ha convertido en uno de los mejores momentos de sus átonos días. Al secarse el pelo, en otro intento de huida de si misma, se abstrae por completo en las ondas provocadas en la piscina por el cedazo del jardinero que extrae con precisión las hojas caídas en la lluvia nocturna.
Vuelve de su breve enajenamiento para seguir un día más refugiándose en el bastón de lo cotidiano, lo que la determina a organizar el trabajo del día sin pensar en nada más. Lo primero, será ir a buscar a su pupila Elisenda para desayunar juntas y dar un paseo. Hay que aprovechar el buen tiempo. Da un vistazo rápido y desinteresado al espejo y aprobado el reflejo, después de tomar un café negro como su ánimo, abandona la casa por la puerta de atrás para evitar el riego automático y la verborrea interminable del jardinero.
De camino al centro, los puestos de flores y libros que menudean por doquier, le recuerdan que es Sant Jordi, aunque en esa hora temprana aún se ven solitarios. Por un momento maldice la efeméride, al pensar que por un día que debe acercarse a la Rambla con el coche, seguro que estará cerrada y la Guardia Urbana no la dejará pasar. Y acierta, la circulación está restringida en esa zona. Su trabajo, la ha acostumbrado a calibrar rápidamente las situaciones más dispares. Así que decide aparcar en el Saba de Catalunya, para en en pocos minutos asomar por el acceso del Banco de España de ese estacionamiento, adentrándose con paso ágil y seguro por la Puerta del Ángel hacia las callejuelas del Raval. Si quiere que su pupila disfrute de la salida, debe darse prisa. Calcula, que como mucho, a partir de las 11h. el famoso Paseo estará impracticable, como todos los años en esa fecha.
En apenas media hora, se encuentran desayunando en la antigua fábrica de pasta reconvertida en magnífica Pastelería-cafetería. Sabe que le encanta ese lugar, que ella misma le mostró tiempo ha. La intención, es entablar conversación con la anciana, lo que resulta una ardua e infructuosa tarea cuando tu interlocutora parece instalada en otra dimensión y sus respuestas son un desfile de monosílabos. Así que, suspira resignada... y piensa que al menos le hará compañía…
Elisenda, se lo toma con calma, disfrutando hasta la última gota de su pequeño ágape. Aunque se niegue a colaborar en cualquier conversación, es un placer verla comer tomándose su tiempo, con esa calma y pulcritud escrupulosa que sólo se da en las gentes de muy buena crianza. Ese trabajo, a veces tan ingrato, también tiene sus compensaciones. Esa mujer, es una de ellas. Sabe poco de su vida, pero es evidente por como se comporta y habla, que no ha nacido en el ambiente en el que se desenvuelve. Le costó hacerse con ella, pero poco a poco, su feroz reserva inicial ha ido dando paso a una confianza que sin traspasar la cordialidad, es suficiente para que ambas estén cómodas juntas. Su demencia senil, alterna con ráfagas de lucidez cada vez más cortas, en las que la ve sufrir tanto, que casi la prefiere perdida en la nada. Como hoy. Presiente que, como en su caso, es mejor no remover recuerdos, lo que provoca que, hablen poco e insulso. Pero desde el primer momento, a pesar de esa mirada ausente que sabe utilizar con maestría para marcar distancia entre ambas, le gustó esa mujer de cuello elegante y modales de aristócrata.
Cuando por fin salen de nuevo a la Rambla, una multitud abigarrada y heterogénea está invadiendo el paseo, otrora por las mañanas bastante tranquilo. El gentío es ya considerable, y por un momento, Eva duda sobre si es mejor seguir adelante con sus planes de paseo o volver sobre sus pasos hacia el diminuto apartamento. Es entonces cuando Elisenda, la toma del brazo murmurando un “¡vamos!” inesperado, que no admite réplica. A buen paso, sorteando todo tipo de obstáculos con precisión casi milimétrica, la conduce Rambla arriba en dirección a Plaza de Catalunya. Algo asombrada, la deja hacer expectante... al llegar al final del Paseo, doblan a la derecha en dirección al Portal del Angel, de nuevo por la acera del Banco de España, pero a la altura del Pasaje de Ribadeneyra, vuelve a torcer a la derecha conduciéndola sin titubear hacia el zaguán de una conocida entidad bancaria. A punto de detenerla sin entender muy bien lo que pretende, la anciana, abre una extraña puerta de madera, por lo antigua... sobre todo, en medio del diseño rabiosamente moderno de la entidad financiera y sin vacilación alguna se cuela dentro. Eva, ya inquieta, arrepentida de haberla dejado llegar tan lejos, la sigue esperando algún enredo.
La sorpresa inicial da paso inmediato a la fascinación más absoluta. Nunca imaginó que Ávalon pudiese existir en medio de la gran ciudad. Sin comprender aún muy bien cómo, de pronto, ha accedido a un mundo antiguo y perdido... donde reina un silencio casi sepulcral en contraste con el bullicio extremo del que provienen. Su mirada, abarca con avidez el entorno, en medio de una estupefacción que la mantiene en momentáneo silencio. Mientras, su guía, como una inesperada sacerdotisa de ese insólito Camelot, comienza a relatar con toda suerte de detalles, como si hubiese dado esa explicación muchas otras veces, que están en el claustro gótico de la Iglesia de Santa Ana, a la que nunca había accedido por esa entrada, ignota para la mayoría de población, incluyéndola a ella. Cuenta, que la puerta por la que han accedido a ese mágico lugar, no se abre todos los días del año, pero que sabe que en un día como el de Sant Jordi, el Ayuntamiento la tendría abierta con objeto de mantener el censo* que permitirá no perder el paso para la ciudadanía. Que el maravilloso claustro Gótico en el que se encuentran, data del siglo XV, igual que la Iglesia actual, pero que ésta, está reconstruida sobre otra románica del siglo XIII.
Una hermosa y exuberante vegetación, que hace honor a una primavera avanzada, se encarama por los vetustos muros con facilidad, alcanzando prácticamente el campanario y lo invade todo con generosidad, deslumbrando al afortunado espectador ocasional, que no da abasto a disfrutar de tanta y tan fortuita belleza. El sonido prístino de una fuente renacentista de chorro cristalino, resuena en un claustro de doble galería y arcadas ojivales perfectas, confiriéndole al ambiente un eco de pureza y una indescriptible sensación de oasis total.
Elisenda, sumergida aún en uno de sus cada vez más escasos momentos de lucidez, sigue narrando minuciosa, la historia de la capilla y su influencia en la ciudad a lo largo de la Historia. Hasta que en un momento dado, sus ojos pierden el brillo que los ilumina... deteniéndose desconcertada... En breves instantes, enmudece enajenada para regresar a su desconocido y lejano país de brumas, de nuevo vacía y ausente... Eva, toma la mano de la anciana, que por vez primera ésta no retira, y la conduce hacia uno de los bancos de piedra. Durante largo rato, las dos mujeres permanecen en ese secreto y seductor paraje, en el que hasta los trinos de los pájaros resultan sigilosos y donde el tiempo, detenido, parece no existir...
Y si lo hace, corre a su favor.
Será la primera noche en mucho tiempo, en que ambas dormirán de un tirón, invadidas de una ya casi olvidada sensación de paz.
Y si lo hace, corre a su favor.
Será la primera noche en mucho tiempo, en que ambas dormirán de un tirón, invadidas de una ya casi olvidada sensación de paz.
* Carga o tributo, de derecho de paso en este caso, que grava algunas fincas.