viernes, 26 de agosto de 2011

De lluvias y silencios...

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                                      Imagen extraída de Internet de origen incierto
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Finalizado el CD, un silencio extremo la distrae de la lectura y la aproxima a la ventana a indagar.

Oscurece.

Mientras se despereza delante de los cristales, el horizonte plomizo de un cielo encapotado en gris pero sorprendentemente nítido... parece observarla... La luz singular  que ilumina esa hora nona y un extraño mar calmo, impregnan la atmósfera de una inquietante sensación. Nada se oye, sólo el crepitar del fuego. Nada se mueve, sólo sus ojos, intentando abarcar desde el ventanal ese inesperado escenario, como si de un momento a otro se tuviese que representar, sólo para ella, el desenlace de una súbita tragedia.

Las primeras gotas caen mansas, sin prisa. Cierra la ventana al mismo tiempo que el primer relámpago refulge en el mar, cegándola por unos segundos. El chasquido seco de los plomos, amortiguado por el rugido del primer trueno, extingue la luz de la lamparita de rincón sumiendo la estancia en la penumbra. Una tiniebla rota únicamente por el fuego de la chimenea, que le confiere al ambiente un cierto aire fantasmagórico. A tientas, abre las cortinas hasta el quicio, como si de un telón se tratase. La función está a punto de comenzar.

Por unos segundos, cierra los ojos y respira hondo. Ama la lluvia en si. En todas sus formas.

Entretanto la tormenta comienza a descargar, piensa que es curioso que su primer recuerdo de lluvia, a pesar de haberse criado en el Norte y residir en el Mediterráneo, lo ubique en el trópico, donde vivió un breve espacio de tiempo en su infancia. Justo en la época de sus primeros recuerdos. Su memoria se llena por unos instantes de aquellos cálidos y torrenciales chaparrones, repentinos e irremediables, que tal como venían se iban, dejando un olor a polvo turbio y alborotado… en los que le gustaba calarse y chapotear con gran disgusto de su madre.

En su recuerdo, vuelven a caminar veloces los transeúntes pillados de improviso, precipitándose hacia el kiosco más cercano, del que la tempestad se hacía cómplice inesperada, en un intento vano de guarecerse bajo algún Diario comprado apresuradamente. Extraña costumbre que no ha vuelto a observar en ningún otro lugar.

Se asemejan vagamente a estos aluviones Mediterráneos, aunque aquí acostumbran a ir previamente publicitados de cielos anubarrados con relámpagos y truenos. Se deleita observando esas trombas detrás del cristal de su atalaya privilegiada y al revés que en el Caribe, aunque no siempre, la temperatura acostumbra a caer en picado despertando aromas de salitre cercano, hierba limpia y tierra mojada. De aquí, le asombra la aparición de los paraguas como por arte de magia, de una manera realmente peculiar. Como si todo el mundo supiera la hora exacta en que estallaría la tormenta.

Nada que ver con la lluvia del Norte, su preferida y fiel compañera de infancia. Pertinaz, fina, neblinosa... como un bálsamo fresco y suave que todo lo cubre con su manto de charol translúcido. Una evocación que siempre le trae olores de niñez, fragancias de verde profundo, efluvios de tierra madre y perfumes de madera húmeda. No huele igual un eucalipto que un roble o un castaño mojado...

La gente no se preocupa gran cosa de ampararse de ella, la tratan como a ese vecino incómodo y pesado del que sabes que es inútil huir. Si no te pilla por la mañana, lo hace por la tarde… pero si un día no te lo encuentras… te preguntas... ¿dónde andará? Lo que se traduce en un mirar al cielo a menudo, escrutando… y es que, si no se está yendo… está viniendo… Y al revés que aquí, nada se detiene en el Norte cuando llueve, aunque caigan chuzos de punta. Y si lo hace, es noticia de portada.

De hecho, llama la atención como muchos de los habitantes autóctonos de esas latitudes, niegan con una seguridad insólita, que llueva tan a menudo. En un mecanismo sólo comprensible, porque los hábitos, supeditan y aminoran las sensaciones primigenias. Buena muestra de ello es que, cuando llegó al Mediterráneo, le daba la sensación de que no llovía nunca… Y sin embargo lo hace, sin demasiada frecuencia pero sí con regularidad y sobre todo con gran intensidad. Como ahora.

Escucha atenta el sonido sordo y rítmico del rompeolas arrastrando piedras y arena. Cada vez más cercano.Y a intervalos, desde el puerto, asoma decidida una suave melodía tintineante de cabos contra mástiles, colándose resuelta sobre el rabioso aguacero que destaca cada vez más sobre el bramido de la tormenta, simulando alejarse despacio para después volver en ráfagas endiabladas aunque cada vez más espaciadas.

Pasa varias veces la mano por el cristal borrando el vaho que crece espeso. Afuera, el agua barre veloz la hojarasca arrancada de los castigados árboles de Diciembre, inmersos en los enfurecidos remolinos de viento que azotan ese crepúsculo. Ya noche. Y amainando.

Unos tenues golpes en el vidrio la sobresaltan. Uno de las gatos, empapado, pugna por entrar desde la terraza. Abre y lo envuelve en una de las mantas de sofá. Mientras su piel se complace en un agradable escalofrío, respira con fruición esa incursión de aire limpio y fresco de la noche recién estrenada. Al tiempo, la ya olvidada luz y Mozart... vuelven a invadir la estancia...  Cierra de nuevo para instalarse cómodamente en el sofá con su novela, junto a su Micifuz que ronronea sin cesar.
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