Una brisa derramada en bocanadas, destapa por momentos la senda de una luna abriéndose camino hacia el plenilunio del solsticio. Un hálito avivador de hogueras espejeando en centenares de pupilas subyugadas por las llamas.
Algunos saltan, otros lanzan su lista falaz de esperanzas... y todos miran fascinados hacia el fuego acogedor, deseando creerlo purificador y portador de esa inalcanzable segunda oportunidad.
Pero la pira, impávida e imparcial, se limita a consumir desvanes y despojos de vida que se evaporan en gris ante sus miradas extraviadas.
Y por unos breves instantes todos están de "cuerpo presente" y en total ausencia...
Camina cuesta abajo sin prisa, por una calle estrecha y luminosa de un barrio residencial muy característico, lejos del centro. En ese semi silencio típico de los lugares tranquilos. La ciudad vertical cede ahí el paso a chalets y a alguna que otra casona señorial. Una brisa suave mezcla aromas de jazmín, salitre y hierba recién cortada.
Escucha sus propios pasos sobre la acera, salpicada de las buganvilias que el calor incipiente ya desnuda. En esa calle solitaria se respira una paz llena de vida, mucho más que en cualquiera de las grandes Avenidas llenas de gente y de comercios de lujo.
Poco a poco, se abren paso los ruidos cotidianos de la ciudad despertándose de la siesta. El sonido peculiar de la persiana del Kiosco cobrando vida de nuevo, los pasos de una madre apresurada de camino al colegio, algún coche... El rumor amortiguado y lejano del tráfico en una arteria cercana... El timbre de la bicicleta de los chavales la distrae un momento, pero la esquina engulle rápidamente su bullicio y el silencio la envuelve de nuevo.
Alza la vista hacia un cielo sin nubes, como un espejo de un azul rabioso. Al bajarla, por encima de las tapias de los jardines, distingue las copas de lo árboles verdes y espesas. Ahítos los oídos de música firmada por el coro de gorriones y golondrinas de un verano en ciernes. Un gato callejero y curtido en mil batallas, la observa inquieto desde la ventana de una torre abandonada e invadida por la maleza.
La vida la rodea con su pálpito, mientras respira serena pero a pleno pulmón. Es agradable sentir como le mece el ánimo y el flequillo esa brisa templada, casi caliente, de ese final de primavera. Deja que se apropie de cada rincón de su piel y le entrega hasta el cerebro... el Nirvana debe de ser algo parecido.
A punto de abandonar la adolescencia, es una de esas primeras veces en que sin explicación racional alguna, presagia que comienza a controlar su vida. Esa sensación la hace sentirse especialmente bien dentro de su piel. Casi una hazaña a esa edad.
El mundo, tal como lo percibe en esos momentos, le parece un bocado fácil de digerir. Piensa que quizás hoy sucederá algo especial, aunque no sea así. No hay nada de particular en su vida, como en la mayoría de las vidas. Pero aún no lo sabe, ni le importa. Lo que quiere, es retener el bienestar profundo de esos instantes en su memoria a lo largo de los años. Ahora, con la perspectiva del paso del tiempo, da por supuesto, que aparte de la benévola meteorología y la belleza exquisita del lugar, sólo se trató de un ataque de hormonas adolescentes en plena primavera.